Lo que sigue son sólo las cuatro primeras cartas. Que yo sepa, no hay ninguna otra traducción de ellas en la web. Traducciones de otras cartas serán bien recibidas (ver contacto más abajo).
De Eloísa a Abelardo
Para su señor, o más bien su padre, para su marido, o más bien su hermano; de su sirvienta, o más bien su hija, de su mujer, o más bien su hermana; para Abelardo, de Eloísa.
Recientemente, amado mío, ha llegado a mis manos una carta que le escribiste a uno de tus amigos para consolarlo. Tan pronto como ví el encabezamiento me di cuenta de que era tuya, y siendo el remitente tan caro a mi corazón, ya te imaginarás con qué interés empecé a leerla: habiéndote perdido, esperaba al menos poder recrearte a través de tus palabras. Pero casi no había en ella ni una línea que no fuera amarga; sólo hablabas del modo miserable en que entré en la religión, y de las cruces que tú, amor mío, aún acarreas. Al menos cumpliste la promesa, que le habías hecho a tu amigo al comienzo, de que sus problemas le iban a parecer muy poca cosa cuando los comparase con los tuyos.
Le hablabas de la persecución a la que te sometieron tus profesores, de la traición infame con que fue mutilado tu cuerpo, y de los celos abominables y los violentos ataques de tus compañeros de estudios, Alberico de Rheims y Lotulfo de Lombardía. No omitiste tampoco lo que, a instancia suya, se le hizo a tu distinguida obra teológica, ni lo que resultó ser a todos los efectos una condena a prisión, y procediste a relatar las conspiraciones de tu abad y tu falsa hermandad, las acusaciones ridículas que lanzaron contra ti esos dos pseudo-apóstoles, tus rivales, y el escándalo que se formó cuando, contrariando la costumbre, titulaste tu Oratorio en honor del Paracleto. Terminabas contándole de las persecuciones incesantes a las que aún hoy te someten ese tirano despreciable y esos monjes malditos a los que llamas "hijos".
No creo que nadie sea capaz de leer o escuchar esa carta sin llorar; nuestros propios pesares se vieron renovados en la riqueza de detalle con que los describías, y aun aumentaron, porque decías que los tuyos aún aumentan. Aquí nos desespera lo que está pasando con tu vida, y esperamos cada día, temblando de terror, los últimos rumores de tu muerte. Y es por eso que, en el nombre de Cristo, que todavía te está dando algo de protección a cambio de tus servicios, te suplico que nos escribas, a nosotras que somos Sus sirvientas y las tuyas, con tanta frecuencia como te parezca necesaria para relatarnos los peligros que te atormentan. Somos todo lo que te queda, así que deberías al menos hacernos partícipe de tus pesares, o tus alegrías. Aquellos que sufren suelen encontrar algún alivio en compartir su sufrimiento, y una carga repartida entre varios es más fácil de llevar- o de destruír. Y si estas tormentas se han calmado de momento, razón de más para enviarnos cartas que serán recibidas más alegremente. Pero sea lo que sea lo que escribas, nos consolará mucho saber que piensas en nosotras. Las cartas de nuestros amigos son siempre bien recibidas, como Séneca mismo dice en una carta a su querido Lucilo:
"Gracias por escribirme con frecuencia, dado que este es el único modo en que puedes presentarte ante mí: y digo "presentarte ante mí" porque nunca recibo una carta tuya sin tener la sensación de tu presencia inmediata".
Si nos placen los retratos de nuestros amigos ausentes, que esconden el poder de renovar nuestros recuerdos y aliviar el dolor de la separación a pesar de que no son nada más que una chuchería para el alma, cuánto mejor recibida es una carta que llega escrita del puño y letra del amigo ausente. Gracias a Dios que aquí hay, al fin, un modo de devolvernos tu presencia que no puede ser saboteado por los maliciosos ni acobardado por ningún obstáculo.
Tú le escribiste a tu amigo una carta larguísima para consolarlo, motivado, sin duda alguna, por sus pesares, pero en realidad contando los tuyos. Seguramente querías confortarlo con el relato detallado de nuestras tribulaciones, pero éste ha ahondado también nuestro sentimiento de desolación; intentando curar sus heridas, nos has dado a nosotras heridas nuevas y has re-abierto las viejas. Del mismo modo en que te ocupas de las heridas de otros, te suplico que te ocupes de las que tú mismo has abierto. Has cumplido con tu deber para con tu amigo y camarada, pagando tus deudas a la amistad y la camaradería, pero tus deudas son mayores con nosotras, que somos, por derecho, no sólo tus amiga, sino tus queridísimas amigas, no sólo tus camaradas sino tus hijas, o tal vez alguna otra cosa aún más tierna y sagrada, si eso es concevible.
No hacen falta ni argumentos ni testigos para provar que la deuda que tienes con nosotras es enorme, porque si hubiera alguna duda y todo el mundo guardara silencio, los hechos hablarían por sí mismos: con Dios, tú eres el único fundador de este lugar, el único constructor de este Oratorio, el sólo creador de esta comunidad. No has construído aquí nada sobre los cimientos de otros. Todo lo que hay aquí es obra tuya. Esto era una jungla abierta a las bestias salvajes y los bandidos, un terreno inhóspito y deshabitado. Entre cubiles y guaridas de ladrones, donde el nombre de Dios no había sido oído nunca, tú Le levantaste un santuario y le dedicaste un templo al Espíritu Santo. Y para ello no requiriste las riquezas de reyes ni príncipes, aunque sólo habrías tenido que pedirlas para que te las dieran; no, lo hiciste solo, porque tú querías ser el único responsable. Académicos y oficiales vinieron en masa, y hacían lo que fuera para recibir tus enseñanzas; e incluso aquellos que habían estado viviendo de la Iglesia, que estaban acostumbrados a ser honrados y no a honrar, a extender sus manos para tomar y no para dar, se volvieron generosos y hasta insistentes con sus ofrendas.
Y es por eso que esta cosecha te pertenece sólo a ti. Pero ten cuidado, porque sus plantas son aún muy jóvenes y necesitan ser regadas con frecuencia para sobrevivir. Siendo su naturaleza femenina, serían frágiles incluso si no fueran nuevas, y así hay que cultivarlas con muchísimo cuidado y con frecuencia, como dice el Apóstol: "Yo planté las semillas y Apollos las regó, pero fue Dios quien las hizo crecer". Estaba hablando a los Corintos, en quienes había depositado las semillas de la fé con su doctrina. Su discípulo Apollos las regó con sus exhortaciones y la Gracia de Dios les concedió crecer en sus virtudes. Tú estás cultivando un viñedo que no plantaste, y que te responde ahora con amargura, y así tus consejos no resultan en nada y regalas tus santas palabras en vano. Mientras cuidas la viña de otro, piensa en lo que le debes a la tuya.
Enseñas y avisas a rebeldes sin ganar nada con ello, repartiendo en vano diamantes de elocuencia entre los cerdos. Tú que desperdicias tanto en los reticitentes, considera lo que les debes a tus fieles: tú que eres tan generoso con tus enemigos, piensa en lo que eres para tus hijas. Olvidádote de todo lo demás, considera el lazo que nos une y paga, a través de mí, que soy tuda tuya, la deuda que le debes a una comunidad entera de mujeres dedicadas a Dios.
Tú sabes en tu sabiduría mucho mejor que nosotras en nuestra ignorancia cuántos tratados compusieron los Santos Padres de la Iglesia para el consuelo de las mujeres santas, y es por eso que, hace mucho tiempo, en los precarios primeros días de mi conversión, me sorprendió y preocupó muchísimo que no intentaras consolarme, ni de viva voz cuando estábamos juntos ni por carta cuando estábamos separados, ignorando el amor que nos unía así como el ejemplo de los Santos Padres y tu temor de Dios. Y sin embargo tendrás que admitir que estás ligado a mí por el sacramento del santo matrimonio, y aún más por el amor que siempre te he profesado, y que como saben todos, no tiene límites.
Tú sabes, como sabe el mundo entero, cuánto perdí cuando te perdí a ti, cómo de un solo golpe aquella traición cobarde, robándote de mí, me robó mi propio ser, y cómo mi dolor por esta pérdida no es nada comparado con lo que siento por el modo en que sucedió. Sin duda, cuanto mayor es la causa de la pena, mayor es la necesidad de ser consolada, y esto es algo que sólo tú puedes darme; porque tú eres la única causa de mi dolor, sólo tú puedes ser mi consuelo. Sólo tu puedes entristecerme, o alegrarme o devolverme la calma; sólo tú tienes una deuda así de grande conmigo, especialmente después de haber llevado a cabo tus órdenes tan al pie de la letra que, cuando me vi sin fuerzas, las encontré en que tú me habías ordenado destruírme. Y aún hice un sacrificio mayor, aunque resulte extraño decirlo, cuando mi amor llegó a tales cumbres de locura que apartó de sí mismo lo que más quería, y siguiendo tus órdenes me cambié los ropajes junto con el alma para provarte que tú eras el dueño tanto de mi cuerpo como de mi voluntad.
Dios sabe que nunca busqué nada en ti que nu fueras tú mismo; sólo te deseaba a ti, nada de lo tuyo. No me interesaban ni el matrimonio ni sus beneficios, y no era a mí a quien quería complacer sino, como tú bien sabes, a ti. Es posible que la palabra “esposa“ suene más sagrada, o más noble, pero para mí siempre será más dulce la palabra “amante“ o, si tú me lo permites, “concubina“ o “puta”. Solía creer que cuanto más me humillara por ti, tanto más te complacería y menores serían las consecuencias para tu brillante reputación. Tú mismo no ta olvidaste de esto en la carta que le escribiste a tu amigo, pues allí mencionabas las razones con las que intenté disuadirte de que nos unieras en un matrimonio desastroso. Pero no decías nada de mis razones para preferir el amor a los lazos y la libertad a las cadenas. Pongo a Dios por testigo de que, si el mismo emperador Augusto considerara honrarme en matrimonio y me otorgara la tierra entera para que la poseyera, yo un preferiría, y hasta me parecería más honroso, que me llamaran no su Emperatriz, sino tu puta.
Porque el valor de un hombre no reside ni en sus riquezas ni en su poder: éstos dependen de la fortuna. El valor de un hombre reside en sus méritos. Y las mujeres deberían darse cuenta de que si están más dispuestas a casarse con una hombre rico que con uno pobre, que si prefieren las riquezas de sus maridos a sus maridos mismos, se están vendiendo. Sin duda cualquier mujer que se casa con este tipo de intenciones se merece un sueldo, en vez de amor; porque está claro que anda detrás de riquezas, y que se prostituiría con un hombre más rico, si pudiera. Esto es evidente en el argumento que Aspasia les presentó a Xenofón y a su esposa en el diálogo del Aeskines Socraticus: ”A menos que os convenzáis de que no hay ni un hombre ni una mujer mejor sobre la tierra, seguiréis buscando la última felicidad -ser el marido de la mejor mujer o la mujer del mejor marido”.
De Abelardo a Eloísa
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De Eloísa a Abelardo
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De Abelardo a Eloísa
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